El peligroso “derecho al retorno” de los campesinos colombianos a sus tierras
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A quince horas de Bogotá se está desarrollando la prueba definitiva de eficacia de una de las leyes más cuestionadas y publicitadas del gobierno de Juan Manuel Santos, la ley de víctimas y restitución de tierras.
La comunidad de Pitalito, diecisiete familias que fueron obligadas a abandonar sus casas, cultivos y forma de vida, han retornado a sus tierras sin esperar que un juez les diera autorización. Han ejecutado su derecho al, como se llama, retorno voluntario exponiéndose a pecho descubierto.
Tras trece horas de conducción desde Bogotá, entre kilómetros y kilómetros de cultivos de monocultivo de palma africana y adentrarnos finalmente en los caminos de tierra de entrada a la cordillera Serranía del Perija, en el departamento de Cesar, unas banderas colombianas izadas custodian un “puesto de vigilancia” construido con plásticos y palos. Bajo éste, dos mujeres nos dan la bienvenida. Una lona con la pintada “Pitalito resiste con dignidad” da entrada a un campamento de habitáculos construidos con plásticos y palos, donde cocinan, duermen y estudian los adultos y niños que viven en la comunidad de Pitalito.
Aquí, desde 1985, familias campesinas desplazadas por la guerra de otras regiones han subsistido de sus cultivos. Tras sufrir varios desplazamientos por los ataques del paramilitarismo, muchas de ellas empezaron a volver en 2006 a esta reserva forestal, como el 80% del campesinado de esta país que labora en estos espacios, sin títulos de propiedad, y donde la reforma agraria sigue siendo el eterno asunto pendiente, también en las actuales negociaciones entre la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno colombiano en la Habana.
Pero en enero de 2010 el empresario de palma africana Juan Manuel Fernández de Castro “aparece aquí con el Ejército, él también armado, con un fusil atravesado en el pecho. Un terror muy berraco que le da a uno cuando ve a una persona así porque entendimos que venía a despojarnos de las tierras (…) Yo le repetía ‘mire usted, no debería hacer eso con nosotros, somos una comunidad que queremos trabajar, sólo sabemos trabajar en el campo, no sabemos vivir en el pueblo. Pero él sólo nos decía que si teníamos los títulos de propiedad”, nos cuenta Pedro Antonio Ramírez Hernández, presidente de la Junta Accional de Pitalito, una suerte de representante público reconocido para los pequeños poblados.
La comunidad había intentado en varias ocasiones conseguir los títulos de propiedad por su larga permanencia en el terreno ante el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER) pero se los denegaron por tratarse de reserva forestal. Sin embargo, Fernández de Castro sí pudo registrar la propiedad en un procedimiento irregular registrado días después de ejecutar el desplazamiento de la comunidad, según sus abogados, y en el que el personero, una figura parecida a la defensoría del pueblo en España, dio fe pública del contrato cuando este representante con la función de defender de los derechos de la ciudadanía no está autorizada para tal efecto, sino que sólo un notario puede ejecutarla. Según Romel Jonathan Durán Castellanos, integrante del Grupo Jurídico Pueblos, representante legal de la comunidad de Pitalito, Fernández de Castro “se ha apropiado de manera irregular de unas 3.000 o 4.000 hectáreas de esta región, no sólo de las 400 que reclaman estas familias, donde tiene sembradas unas 1.000, 1.200 hectáreas de palma africana”. Colombia se ha convertido en la última década en uno de los principales cultivadores de este tipo de palmera y en el principal a nivel latinoamericano. De las más de 400.000 hectáreas que en 2011 existían de este cultivo en el país según un estudio de Fedesarrollo, la Mesa de empresas cultivadoras de palma africana estima que un 35% de la producción se dedica al biodiesel y el resto a jabones y cremas principalmente.
Ramírez Hernández recuerda cómo el terrateniente les amenzazó: “Si ustedes no me entregan estas tierras aquí está el Ejército. Y al ver que estos no dicen nada, y como nosotros siempre hemos visto militares que trabajan de la mano de grupos paramilitares, pensamos ‘este tipo es un paramilitar (…) y si no nos vamos nos mata’. Y por eso, en una hoja en blanco en una agenda, ahí nos hacía firmar”. Lo que les estaba pagando Fernández de Castro es lo que se llama en Colombia ‘mejoras’, es decir, las construcciones y bienes que los y las campesinas habían desarrollado en sus más de veinte años de trabajo en Pitalito: viviendas, ganado, cultivos… Él mismo establecía los precios, muy por debajo de su coste real en el mercado: entre 1.600 y 3.000 euros por familia y predio (entre 4 y 7 millones de pesos).
Aun así, algunas familias decidieron arriesgarse y quedarse porque ya habían sufrido la pobreza, el hambre y el desamparo que les esperaba como desplazados. “Decidimos resistir implorándole clemencia para que no nos desalojara, que nos dejara trabajar, habitar estas tierras. Él se apareció aquí en enero y resistimos hasta el 24 de junio”. En esos meses, nos cuentan los habitantes de Pitalito, el terrateniente llevó a los terrenos a un grupo de hombres armados procedentes de la región de la Guajira que destruyeron las viviendas, la escuela que había sido construida por la diócesis de la región y donde estudiaban los niños, disparaban a todas horas, mataban a los perros y a los animales que después se comían. “Era una guerra lo que teníamos aquí. Y entonces el 24 de junio se apareció con el ESMAD (policías antidisturbios), los administradores de la finca, los guajiros armados, el Ejército, la Policía. Llegaron con dos camiones, nos embarcaron y nos dejaron tirados como a 500 metros de Curunamí (el pueblo más cercano). Y ahí nos quedamos, y seguimos tocando puertas, a los gobiernos municipales, departamentales, en que nos ayudaban, ninguna parte nos escucharon. Más bien trataron de hacernos como una burla a nosotros”.
“Nosotros lo que sabemos es aguantar hambre en el pueblo”
Durante tres años, las familias de Pitalito permanecieron en contacto, sobreviviendo en los alrededores de la localidad más cercana donde, como nos dice Ramírez Hernández, “no sabemos hacer nada en el pueblo, lo que sabemos es aguantar hambre en el pueblo”. El índice de desempleo en el departamento de Cesar, según el propio Ministerio de Trabajo, es de un 14,6% y un 67% de la población sobrevive de la economía sumergida, una distinción que aplica el gobierno, pero que en realidad quiere decir que un 81% de la población carece de empleo.
Por ello, el 21 de mayo de este año emprenden la vuelta a su vida en estas tierras acogiéndose a su derecho al retorno voluntario, recogido en el derecho internacional, pero también en la Ley de víctimas y restitución de tierras, la más publicitada por el gobierno de Juan Manuel Santos como el giro diferencial de sus políticas frente a las de su predecesor, Álvaro Uribe Vélez, con respecto a las víctimas del conflicto.
Colombia es el país con mayor número de personas desplazadas dentro de un país, más de 5 millones. Obligados a huir por la violencia ejercida por las guerrillas, especialmente de las FARC, y en un mayor porcentaje por las amenazas, asesinatos, masacres del paramilitarismo, una estructura criminal creada por los terratenientes en los años 70 con la excusa de defenderse de las guerrillas, pero que extendió su dominio y terror especialmente a partir de la década de los 90. Según un recientemente publicado informe de la Comisión Nacional de Memoria Histórica, los grupos paramilitares cometieron 1.166 masacres y las guerrillas 343 en los últimos 50 años de conflicto. Esta estrategia de despojo ha arrebatado más de 7000 kilómetros cuadrados del país según ha declarado el propio presidente Santos.
La extensión de Asturias, por ejemplo, es de 10.000 kilómetros cuadrados. Según la Comisión de Seguimiento a la Política Pública de Atención a la Población Desplazada, del Ministerio de Agricultura, esto supuso el abandono o el despojo de 350.000 predios, el 70% de ellos por la violencia paramilitar. Hay que recordar que más del 60% del parlamento del gobierno de Uribe (2002-2010) fueron imputados por vínculos con el paramilitarismo. En la actualidad muchas de esas enormes extensiones de territorio están siendo explotadas por los monocultivos como el de palma africana, y por las multinacionales mineras, la gran apuesta económica del gobierno de Santos que sólo en estos tres años de gobierno ha declarado más de 20 millones de hectáreas como reservas para explotaciones mineras.
Mientras, el paramilitarismo que oficialmente se desmovilizó entre los años 2003 y 2006, sigue rigiendo la vida económica, social y política de amplias regiones del país. Y no sólo en en el ámbito rural. En ciudades como Medellín, controlan barrios enteros, a cuyos habitantes les cobran bajo coacción por supuestos servicios de seguridad de los comercios y las viviendas, por pasar de un barrio a otro, realizan reclutamientos forzosos de niños, y según varias organizaciones de derechos humanos, secuestran y compran a niñas para la trata con fines de explotación sexual con destino a otras regiones del país y el extranjero.
Pese a la proyección internacional que ha tenido la Ley de víctimas y restitución de tierras que reconoce el despojo y promueve el retorno de los desplazados a sus tierras, sólo un 1% de los casos presentados ante los tribunales han sido resueltos según la abogada Gloria Silva, del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. En cualquier caso, un alto porcentaje de las personas desplazadas no pueden documentar ante la Administración su despojo bien por carecer de títulos de propiedad por haber nacido y labrado en zonas de reserva forestal, bien por desconocimiento de los procesos legales a seguir, o bien porque muchas de esas mismas administraciones estaban en manos del paramilitarismo y, por tanto, acudir a ella era exponer su vida a mayor riesgo.
Y en el caso de los que sí pueden demostrar ser propietarios de los terrenos, ante la falta de condiciones de seguridad para volver, como nos contaba para Periodismo Humano Wilmer Venegas, líder campesino de la región Montes de María, están esperando que transcurran los dos años que recoge la ley para vendérselos a los terratenientes y multinacionales que las explotan en la actualidad.
Desde el día en que las diecisiete familias de Pitalito llegaron a este valle y emprendieron la procelosa tarea de limpiar de arbustos e hierbas una explanada donde construir el campamento, fueron acompañados por el Comité Jurídico Pueblos, una ONG interdisciplinar que además de llevar su caso ante los tribunales, les acompaña físicamente en el terreno a través de profesionales de la abogacía, pero también de la rama de lo psicosocial. Romel Jonathan Durán Castellanos, es abogado defensor de derechos humanos y lleva estos meses viviendo con ellos. “El caso de Pitalito está haciendo historia porque es el primer retorno que no se ha acompañado por el Estado dentro del marco de la ley (…) sino que los agentes del Estado nos han llegado a presionar como el Ejército mediante el Teniente Coronel Rómulo Fonseca, encargado del batallón Baez, que nos ha venido a presionar. Ha estado haciéndonos grabaciones, fotos como defensores, a los acompañantes internacionales y a la comunidad, lo cual es gravísimo (…) Estamos en la entrada de la Serranía del Perija, entonces uno entiende los intereses de los terratenientes y del Ejército: el agua, y en esta finca ya se encontró hierro y carbón. Estamos en zona de reserva forestal, y como están las cosas no podría hacer explotación. Entonces están esperando qué licencias se podrían dar acá. Es una zona de paramilitarismo, donde estuvo Jorge 40 comandando (uno de sus más poderosos y crueles jefes) y los alcaldes y las administraciones locales han sido permeadas por el paramilitarismo, (por lo que) ha habido muchas condenas contra representantes de esta región (…) Estamos mirando qué tan efectiva es la Ley de víctimas y restitución de tierras y éste es el caso tipo para comprobarlo”.
Son las siete y media de la tarde y un fuerte ruido de un generador de electricidad devuelve las siluetas a las tiendas de plástico que conforman la comunidad de Pitalito. En la que hace las veces de cocina, un grupo de mujeres reparte bollo, una pasta compacta de maíz y sal, con queso rallado como cena. Dos carteles marcan los turnos para la despotabilización del agua.
Tuvieron que extremar los cuidados después de que varios adultos y niños cayeran enfermos por el agua que traen del río y que, sospechan, fue envenenada porque esos días aparecieron muchos peces muertos en sus orillas. Una decena de niños alegran el final del día con sus juegos y risas y una bocina alerta de que se inicia la asamblea diaria en la que evalúan el trabajo desarrollado. Ya han sembrado más de diez mil tomateras, yuca y habichuelas con la idea de dedicarlos al autoconsumo y los excedentes, a la venta para la subsistencia de la comunidad.
Sentados en los pupitres que una escuela cercana cedió, todos los adultos y niños de la comunidad y las dos integrantes de la ONG estadounidense International Action for Peace que hace acompañamiento internacional, analizan las últimas noticias llegadas desde los tribunales. El 2 de julio, el alcalde de Chimichagua ordenó un desalojo de la comunidad que fue aplazado gracias a la acción de tutela judicial interpuesta por los abogados que ahora les explican cómo la jueza encargada de su caso ha decretado la nulidad de lo actuado hasta el momento por irregularidades en el proceso.
Pero que eso sólo significa que de nuevo, tienen que iniciar todas las diligencias. Los rostros de los asistentes muestran preocupación pero también determinación para continuar.
Entre ellas, Esther Martínez, la maestra de la comunidad desde antes del desalojo. Hija de campesinos, logró estudiar hasta secundaria y ser contratada por la diócesis ya en 2005. La escuela de Pitalito es el único edificio que resistió las embestidas del terrateniente que intentó borrar toda prueba de la existencia de la comunidad destruyendo viviendas, cultivos y cercas. Ante las ruinas de lo que hace tan sólo tres años fueron aulas, Esther Martínez nos cuenta por qué Fernández de Castro la señala públicamente cómo la instigadora del retorno de la comunidad: “Como yo me rebelé, luché porque fui casi de las últimas que firmé pero obligándome porque ya las amenazas eran muy feas. Me decía, ‘Yo soy un tigre, yo soy muy peligroso, usted no sabe con quién no se está metiendo’. Yo le dije a un león le llega su día también. Siempre le contestaba. Con la miseria que me dio, 3 millones de pesos, no me dolió dárselo a un abogado que también me defraudó”.
En el puesto de vigilancia, Margaret y Jeanine hacen su turno de guardia armadas con un silbato por si el Ejército o la Policía vuelven a desalojarles. Antes que ellas, activistas también internacionales de Brigadistas por la Paz han acompañado a la comunidad a sabiendas de que su mayor protección es la presencia de extranjeros en el campamento, que además de actuar como escudos humanos, sensibilizan a la comunidad internacional difundiendo en sus respectivos países las violaciones de derechos humanos que se suceden en Colombia y que sólo en el primer semestre de 2013 ha costado la vida a 63 defensores de derechos humanos, la mayoría de ellos líderes del retorno a tierras, sindicalistas y activistas. “La Ley de víctimas y restitución de tierras y su implementación está financiada en gran parte por Estados Unidos, que ya ha regalado 50 millones de dólares a esa iniciativa. La duda y el riesgo es que la ley no beneficie a las víctimas sino a los victimarios. Y la esperanza es que con presión de ciudadanos de nuestro país frente a nuestro Congreso, se pueda presionar al gobierno colombiano para que cumpla con la ley para beneficiar a los que realmente merecen recibir ayuda”, nos explica Jeanine, quien ya lleva varios años trabajando en este tipo de acompañamientos en varios países de América Latina. “Se trata de algo muy íntimo, muy especial que una comunidad te invite a participar en su lucha.
Y siempre con los brazos abiertos, a pesar del sufrimiento y los desafíos que viven a diario. Es un privilegio tener ese acercamiento con gente tan digna, luchadora y de principios”. Sobre los riesgos que asume, lo tiene claro: “Lo triste es que yo como extranjera estoy más protegida (…) Entonces es un privilegio que tengo yo, así que por qué no compartirlo y utilizarlo para bien de los procesos acá”. Una razón parecida esgrime el abogado Romel Jonathan para su compromiso: “Siempre he tenido una vocación de poder ayudar a los demás y aunque el derecho es lo más injusto que existe, dije ‘vamos a estudiarlo y utilizarlo con las personas más desfavorecidas y a las que más se les vulneran sus derechos.
A medianoche se apaga el generador y, poco a poco, todo el mundo se retira a dormir. La vida en el campamento comienza a las cuatro de la mañana para preparar el desayuno-almuerzo y antes de las siete los hombres emprenden el camino a las huertas. “Ya investigamos que el hombre no era propietario de las tierras, sino que (…) tiene el Ejército a su disposición, compra a las autoridades municipales. Es una persona que donde llega va con su morral lleno de plata (…) Pero como nosotros no tenemos esa capacidad para darle plata a nadie, pues a nosotros nadie nos escucha”. Pero si el ejemplo de Pitalito se difunde, sí podrían escucharles los 5 millones de desplazados que esperan en las laderas de las ciudades, hacinados, empobrecidos, extorsionados por los paramilitares, y ninguneados por un país en el que se siguen asesinando a los sindicalistas, defensores de derechos humanos, estudiantes, campesinos y trabajadores que osan alzar la voz contra la injusticia.