El Despojo sin Gloria
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Pero a pesar del dolor, la rabia y la impotencia que genera la injusticia y el vacío de quienes ya no están, ellos no abandonan la idea de volver a su tierra, a la tierra que con su trabajo le ganaron al rastrojo y al abandono en que estaba la hacienda en ese entonces.
Así como María y su familia, hay cientos de familias desplazadas de la Bellacruz, que tuvieron que rehacer sus vidas en el Tolima, en los Santanderes, en el Sur de Bolívar, e incluso se sabe de muchos que han tenido que huir y hoy se encuentran en otros países. La diáspora de las comunidades campesinas de Bellacruz es una historia que aún no se encuentra relatada y que podría caer en el olvido si no fuera por la tenacidad de estos campesinos que 20 años después recuerdan exactamente dónde se encontraban sus ranchos y cultivos. Memoria que se mantiene a pesar del esfuerzo de los despojadores que con buldócer y artimañas han querido sobreponer un desierto verde conformado por cultivos de palma sobre cualquier vestigio de sus vidas en el territorio.
La tenacidad de la lucha por la tierra de las familias despojadas de la Bellacruz, ha hecho que su caso sea uno de los casos más emblemáticos de la historia colombiana. En su lucha, han ido agotando todas las instancias jurídicas disponibles, demostrando cómo se constituyó un complot en el que los poderes político, económico, militar y judicial, se conjugaron para despojar a las familias, seguido de un modelo económico extractivista que se extendió en el Sur del Cesar y en gran parte del Magdalena Medio.
La acumulación originaria
La historia de la lucha por la tierra de las comunidades campesinas en el sur del Cesar y concretamente en los municipios de La Gloria y Pelaya inició con la llegada a la región de la familia Marulanda Ramírez en 1934 (Alberto Marulanda Grillo y Cecilia Ramírez Mejía), cuando estos compraron los predios “Gobernador”, “la Mata”, “Bella Cruz” y “El Bosque” con una extensión total de 7.200 hectáreas (casi tan grande como el área urbana de una ciudad como Ibagué), conocidas en conjunto como “Hacienda Bellacruz”. A partir de ello y mediante diferentes estrategias, entre 1934 y 1964 fueron acumulando baldíos, tierras comunales, ciénagas, y tierras campesinas hasta llegar a un total de entre 22.000 y 25.000 hectáreas (más de dos veces el área urbana de una ciudad como la de Medellín).
Frente al proceso de acaparamiento de tierras relatado por los propios campesinos, se recuerda cómo la pareja Marulanda Ramírez fueron taponando las ciénagas, cercando las sabanas comunales, los abrevaderos y los propios predios de los campesinos, donde soltaban además el ganado y regando semilla de pasto en sus cultivos de pan coger. Así mismo, constan denuncias en aquellas épocas por compras de tierras mediante intimidación y violencia física, así como denuncias de soborno a las autoridades, todo ello exacerbado en la medida en que avanzaba “la violencia” en Colombia, y la policía “chulavita” en la región no distinguía partidos sino solo al campesinado para perseguirlo. Lo anterior se puede corroborar en un informe del INCORA en 1964 en el que reconoce cómo “la concentración de la propiedad territorial en manos de los esposos Marulanda Ramírez acompañada de despojos, lanzamientos, legales o no, justos o injustos, ciertos o mentirosos ocasionó y sigue ocasionando un malestar social entre los campesinos, aldeanos y habitantes urbanos de la región”, folio 591.
De esta manera, ya en 1970, la familia Marulanda Ramírez constituyó la Sociedad M.R. INVERSIONES LTDA y transfirió a esta el dominio de 9.000 hectáreas de tierras conformadas por varios predios, registrándose legalmente como “Hacienda Bellacruz”. No obstante, una parte de estos predios eran baldíos de la Nación, por lo tanto la comunidad exigió la adjudicación de estos predios que por ley les pertenecía dada su condición de sujetos de reforma agraria.
Una lucha histórica
El despojo de los Marulanda y la connivencia Estatal conllevó a que los pobladores tuviesen que mantener sus luchas y fortalecer sus organizaciones campesinas. Ya en los años 60 existían los sindicatos de Ayacucho y el de San Bernardo y Simaña, conformados por los campesinos afectados por las acciones de los Marulanda Ramírez. A través de esas luchas lograron la adjudicación de unas 9.000 hectáreas de las más de 20.000 que la familia Marulanda decía poseer.
Entre los años 70 y 80 en el Sur del Cesar se vivía un auge del movimiento popular. Por un lado, las organizaciones campesinas avanzaban en la recuperación de tierras, impulsados por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos – ANUC, bajo el lema de “Tierra pa´l que la trabaja”. Habían surgido también varios sindicatos de los trabajadores de la palma como Sintraindupalma, Asotraindupalma, Sintraproaceites, entre otros, y grandes paros cívicos tuvieron lugar en la región.
Estas dinámicas dieron lugar a la creación de la Coordinadora de Movimientos Cívicos en la que confluyeron diversas expresiones populares de la época y esto logró generar mayores motivaciones para luchar por esas tierras.
El auge del movimiento social, la necesidad y la certeza de terrenos baldíos en la Hacienda Bellacruz, conllevó a que en 1986 la comunidad campesina lograra recuperar gran parte de la Hacienda, y en ella sembraron cultivos de yuca, plátano, maíz, cacao y ganadería a pequeña escala, destinados al abastecimiento alimentario. Para la época y siendo Ministro de Desarrollo Carlos Arturo Marulanda, cuentan los campesinos que arreció la persecución desde el momento en que este llamó a los líderes a una reunión, y les ofreció dinero para que abandonaran la lucha. Lo anterior coincide con la conformación de ejércitos privados que se sumaban a la actuación de los policías y autoridades locales que trabajan al servicio de los Marulanda, así también a la base militar que instalaron al interior de la Hacienda. Todo ello condujo a un aumento considerable de violaciones a los derechos humanos; asesinatos, torturas, amenazas, quemas de viviendas, desalojos ilegales y detenciones masivas en persecución a la comunidad que reclamaba las tierras.
Por lo anterior, el 11 de marzo de 1989 decenas de familias campesinas ocuparon durante cinco meses el INCORA en el municipio de Pelaya y exigieron solución al conflicto de tierras, así como respeto a sus vidas. En consecuencia, en 1990 el extinto INCORA inició el proceso de clarificación de la propiedad y en 1994 concluyó que 1.500 hectáreas de las tierras de la Hacienda Bellacruz eran predios baldíos de la Nación que habían sido ocupados indebidamente por la Familia Marulanda Ramírez.
Con lo anterior pareciera que la lucha por la tierra llegaba a su fin. La comunidad campesina se organizó en 13 veredas y continuó forjando su futuro. Cuando esperaban que el INCORA recuperara esas tierras y ya les fueran adjudicadas a quienes tenían el derecho, incursionó en la Hacienda un grupo de paramilitares al mando de Juancho Prada del Frente Héctor Julio Peinando de las AUC. Así se hizo presente el poder paramilitar fortalecido desde años atrás por terratenientes de la zona, con el propósito de expulsar a las familias campesinas y garantizar el dominio de las tierras por parte de la familia Marulanda Ramírez.
Un nuevo ciclo de despojo
Dentro del grupo paramilitar que incursionó violentamente en febrero de 1996, venían trabajadores y el administrador de la Hacienda al servicio del exministro Carlos Arturo y su hermano Francisco Alberto Marulanda Ramírez. En esa incursión, los paramilitares violaron a mujeres campesinas, quemaron las viviendas construidas, destruyeron escuelas y enseres de la población, ejercieron torturas contra varios habitantes y dieron cinco días para abandonar la Hacienda. A solo 100 metros del lugar se encontraban tropas del Ejército Nacional, ante las cuales los campesinos aterrorizados acudieron en su auxilio. Sin embargo la respuesta obtenida fue desconcertante: “Estamos en desventaja pues los paramilitares viajan en carro y nosotros a pie”. Entonces allí en la Hacienda Bellacruz se instaló una base paramilitar permanente que funcionó durante muchos años a la luz de la Fuerza Pública y en pleno conocimiento del gobierno nacional. Este periodo dejó un poco más de 40 campesinos asesinados.
De esta manera el terror se apoderó, primero de quienes estaban asentados en las veredas Veinte de Noviembre, San Carlos, Trocadero, El Atrato, Palma de Ávila, El Pilón y La Flecha, y después discurrió por toda la zona. Dentro de los cinco días de plazo, se desplazaron 280 familias y en la región ninguna autoridad les atendió, por lo que se desplazaron a Bogotá donde inició un ciclo de tomas pacíficas del INCORA. Los distintos acuerdos logrados con el gobierno nacional fueron incumplidos, por ejemplo, no se combatió el paramilitarismo y tampoco se adjudicaron las tierras a los campesinos.
Tras el despojo violento y el desplazamiento forzado de la comunidad campesina, la familia Marulanda Ramírez y la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos de Aguachica Cesar, en hechos sucesivos, pretendieron borrar la historia del despojo de la Hacienda Bellacruz. Por ejemplo, mediante artimañas abrieron nuevos folios de matrículas inmobiliarias, cambiaron los nombres, linderos y colindancias de los predios y allí incluyeron como propiedad privada los predios baldíos que la comunidad reclamaba, incluso cambiaron el nombre de la Hacienda que legalmente hoy se llama “la Gloria”.
La sentencia de la Corte Constitucional y las amenazas a su cumplimiento
Los terrenos baldíos que han sido históricamente reclamados por las comunidades hubiesen quedado sepultados bajo toneladas de papeles de tan insignes contratos, triquiñuelas jurídicas e “insignes” negocios, de no haber sido por la firmeza de las comunidades, quienes por un lado insistieron en seguir agotando las instancias judiciales y por otro accionaron entrando a los terrenos de uno de los predios que reclaman como baldíos, a exigir sus derechos como campesinos despojados. Ante estos hechos, la Corte Constitucional, quien venía conociendo del caso en revisión de una tutela interpuesta desde 2011, emitió finalmente la Sentencia SU235/16 con fecha del 12 de mayo de 2016, la cual ha sido interpretada como una victoria de las comunidades de Bellacruz.
En esta sentencia se le da la razón a los campesinos y se ordena al INCODER finalizar con el proceso de recuperación de 1.200 hectáreas de los baldíos Potosí, Venecia, Los Bajos, Caño Negro y San Simón, que se encuentran al interior de la hacienda Bellacruz (hoy La Gloria), al mismo tiempo que ordena estudiar los beneficiarios para su posible adjudicación y acelerar el proceso de restitución, mediante la micro focalización de la zona que había estado bloqueada a pesar del reconocimiento público del proceso de despojo de la zona.
Ahora bien, gran parte de la institucionalidad local y regional ha cumplido un papel decisivo en esta deplorable historia que aún viven las comunidades desplazadas de la Hacienda Bellacruz. Primero, la tolerancia manifiesta frente a los crímenes y ultrajes a la población; luego, por el abandono, el desconocimiento y desprecio por garantizar los derechos o la vida e integridad física de quienes durante estos 20 años han sido obligados al desarraigo. Y ahora ante la resistencia de cumplir las órdenes dadas por la Corte Constitucional en la Sentencia reciente que le ordena restituir los derechos.
Lo anterior suena increíble, por ello se dice que la lucha de las comunidades no ha finalizado. No solo porque aún falta por concluir el proceso de adjudicación de baldíos ante la Nueva Agencia de Tierras, o iniciar y terminar el proceso de restitución de los demás predios que componen la Hacienda (distintos a los baldíos) que también fueron despojados, sino porque hay que luchar también contra una institucionalidad que aún continúa garantizando el despojo en la región.
Un ejemplo de lo anterior lo es y lo ha sido la Superintendencia de Notariado y Registro que a través de las Oficinas de Instrumentos Públicos del Cesar participó de lo que el INCODER en junio de 2014 denominó el “sofisticado proceso de blanqueo jurídico, catastral, cartográfico, notarial y registral de la Hacienda Bellacruz, para ocultar y desaparecer los siete predios que desde 1994 el INCORA o el INCODER había declarado baldíos propiedad de la Nación”.
Hoy, no se han hecho efectivas las órdenes de la Corte Constitucional. El pasado mes de julio la Superintendencia de Notariado y Registro y las Oficinas de Instrumentos Públicos Chimichagua y Aguachica se declararon en desobediencia, lo que constituye un evidente desacato a las órdenes de la Corte Constitucional. Tal manifestación la hicieron mediante un escrito en el que le comunicaron a la Corte Constitucional la “suspensión del trámite de registro a prevención” conforme al artículo 18 de la Ley 1579 de 2012. Es decir, estas entidades se niegan a cancelar los registros que aparecen de propiedad privada de las empresas palmeras y del fideicomiso de la fiduciaria Davivienda sobre los predios baldíos de la Nación, a la vez que paradójicamente consideran que las decisiones proferidas por el máximo Tribunal constitucional no se ajustan al derecho y con los mismos argumentos que fueron objeto de revisión de tutela por la Corte Constitucional, pretenden perpetuar ilegalmente el despojo en la Hacienda Bellacruz.
Una historia como la de la Hacienda Bellacruz y sus comunidades, solo es posible gracias a que no es sino una más dentro de miles de historias del despojo que guarda la Colombia profunda. En verdad no sería posible una historia como esta, si no fuese porque se ha naturalizado el despojo de la tierra en nuestra sociedad, porque los mecanismos que lo han permitido se han instalado tan profundamente que nos negamos a verlos, y porque quienes han ejecutado los dispositivos del despojo y se han beneficiado de ellos aún duermen en la impunidad. Cada día que a estos campesinos se les niega su tierra, es gloria para el despojador y condena para nuestro futuro.
Sin embargo las familias de esta trágica “diáspora” campesina mantienen la esperanza de volver a sembrar sus alimentos en las tierras que han luchado dignamente, pero aún falta que el Estado colombiano y sus gobiernos de turno, cumplan a cabalidad con su deber de protección y garantía de los derechos de los campesinos, y se garanticen procesos de verdad, justicia y reparación a estas comunidades victimizadas, demostrando que es posible reconstruir un país para la paz, donde el despojo no tenga tanta gloria.
Escrito por: Zoraida Hernánez- abogada defensora de derechos humanos, miembro de la Comisión de DDHH del Congreso de los Pueblos y secretaria general de la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos.